Disciplina China

viernes, 11 de diciembre de 2009

EL BROCHE DE ALADINO

el broche de aladino
EL BROCHE DE ALADINO

La habitación número 217 de un famoso hotel de cuatro estrellas de la ciudad donde vivo fue convertida, esporádicamente, durante un tiempo en mi mazmorra. Dicha habitación lindaba al fondo del pasillo y cuyas ventanas daban a un extenso patio manzana de esos que pensaba que los lamentos y quejidos de Helena, mi sumisa, no eran trasladados por la indiscreción del viento. Sin embargo nuestras visitas al hotel eran ya conocidas y con el tiempo nos hicimos habituales hasta el punto que el personal interno sabía nuestros gustos reservados en la siempre misma habitación testigo de nuestros encuentros.

Un día avisaron al hotel que llegaría el jeque Al-Nayim de un emirato árabe para hospedarse una noche. El revuelo que se originó en el hotel fue grandioso desde el chef averiguando los manjares orientales más indicados; el jefe de las habitaciones lupa en mano tras los detalles de la mejor suite y el director ensayando las reverencias acordes pese a su barrigón y lumbago. Cuando llegó el momento estaba ya todo preparado y dicho personaje llegó al hotel en su limusina -de esas que no pasan discretas precisamente-, acompañado de todo un séquito de personal tanto de seguridad como de sirvientes y cuatro mujeres según la tradición árabe. Todas las habitaciones de una planta entera fueron destinadas para la ocupación de sirvientes y odaliscas a excepción de la suite principal para Al-Nayim. A todo el personal del hotel se le prohibió permanecer en la quinta planta así como guardar las distancias en las zonas comunes junto a ellos.

Cuando el día llegó a su fin, la noche embrujó con su magia y después de las oraciones en dirección a la Meca, el jeque tuvo ganas de otros apetitos esta vez más terrenales. Entonces sonó el teléfono de recepción del hotel con la voz del secretario del jeque ordenando buscar a una chica rubia y que además fuera sumisa en el arte de la D/s. El hotel poseía un catálogo interno con fotos y teléfonos de srtas de compañía de alto estanding, pero ninguna de ellas ponía en su curriculum “sumisa”. Entonces al recepcionista del hotel se le ocurrió llamarme y mi teléfono sonó casi de la madrugada, requiriéndome el favor de mi sumisa por el compromiso del momento y, quizás, una cuantiosa propina ofrecida por el jeque.

Siempre traté y he tratado a mi sumisa con devoción y respeto y aún siendo Señor, fue ella la quien me concedió ser su Tutor en la Iniciación y Aprendizaje para más tarde convertirme en el Amo de su Educación y Disciplina llegando así a ser su dueño. Por eso Helena siempre fue la mitad izquierda de mi cuerpo que aparte de tener mi mano y mi pie, con todas las extremidades, también tenía mi corazón: Un único latir y sentimiento de los dos. Era celoso egoísta con lo que tenía y ansiaba pues no quería compartir, ni mucho menos exponer, a mi sumisa como un mono de feria. Hablé con Helena con la seguridad de su decisión obligándole, con un gesto, su mirada levantada pero su sumisión consistía también en complacerme ya no sólo en cuerpo y alma sino a la hora de decidir por ella. Asintió con la cabeza y pronunció su voz aquel “gracias Señor Rey” que sonó como el armónico de la nota que sale de mi piano y se suspende en el aire en aquella noche de desolación sin su compañía mientras a Helena la había ofrecido al árabe del petróleo. Durante transcurrió su ausencia recurrí a atar sobre las teclas de mi piano su vacío donde las notas eran como una cadencia del tono de su voz en sol natural que se perdían en el infinito. Mi ansia quiso soldar su sumisión y entrega en la composición que salía de mi cuerpo, se extendía por mis manos y se prolongaba por mis dedos coincidiendo perfectamente con el cuerpo, alma y espíritu de Helena. Los acordes que salían de mi piano enfrentaban y contraponían los soles naturales de su voz con los soles sostenidos –igual que cuando ella me acierta y me yerra-, en el sentido del final de la modalidad del principio de la tonalidad escribiendo así himnos más puros, fluyendo mi música y caminando hacia un mundo virginal espiritual de la D/s, donde su recuerdo estaba a flor de piel evocándola con sentimientos de feliz tristeza por ser mía y de tristeza feliz por darle libertad; pero al acabar mi composición -sin darme cuenta-, estaba tono y medio por debajo de su voz, porque ella no estaba a mi lado. El tacto de su piel era igual que la textura de marfil de las teclas de mi piano en 88 teclas y ocho octavas de do a do que sentía y tocaba su cuerpo como si fuese un compositor.

Cada vez que me siento al piano y trato de recordarla su esencia está ahí para inspirarme como si estuviera atada en y con las cuerdas de mi piano y ese mismo esquema que compongo, entonces coincide, curiosamente, con la “Pavana de Lord Salisbury” del compositor Orlando Gibbons. Una sumisa no es grande sólo por lo que es o concede a un Señor para ser su Amo, sino también por el gran vacío que deja su ausencia.

Cuando Helena regresó de la sesión tenía cara de enojo y, al verla, como la conocía como mi propio ser, no quise preguntarle por la cita en cuestión con el árabe porque imaginé el artículo del Corán que expresa el sometimiento de la mujer con una vara de avellano a razón de su progenitor hasta que éste crea suficiente tenga o no razón el castigo. También pensé que vendría con una cuantiosa propina por aquello que las penas con pan son menos penas pero no fue así. Tan sólo 50 euros del potentado árabe junto con un sucio, feo broche oxidado con unos cristales pegados que al tenerlo en las manos parecía algo atemporal, como rescatado de un cofre viejo.

Introduje mis manos y mis antebrazos en remojo con agua ardiendo; con esta técnica se consigue la dilatación de las manos y los dedos tanto para tocar el piano o para tocar el cuerpo de la sumisa sintiendo ésta el calor de mis manos como suyo propio. En aproximadamente doce minutos el agua recupera la temperatura ambiente, tiempo tal para pensar en mi sumisa ya bien sea para sancionarla o para relajarla. Quise aplacar la ira y la rabia contenida de Helena mientras estaba tumbada, casi desnuda, con tan sólo el tanga que escondía su sexo, a la vez que le aplicaba y le extendía aloe vera dándole un masaje chino por todo su cuerpo con movimientos circulares observando que había sido castigada desde los pies a la cabeza contundentemente pero no de forma severa ya que su piel tan fina hubiera sufrido desgarros con las consiguientes heridas y posteriores cicatrices. Mis dedos extendían suavemente la crema por todo su cuerpo y mi voz pausada con palabras tranquilizadoras trataban de dominar ese carácter rebelde e indomable que en esos momentos era presa Helena. Sentí que la culpa era mía así que pensé motivarla diciéndole que igual aquel broche era un recuerdo de familia o había pertenecido a la madre del jeque pero ni aún así le cambié el gesto de enfado de su cara. Decidí, entonces, darle 50 euros por aquel broche y Helena aceptó gustosa aunque a mí me pareció un precio sobre elevado por aquel adefesio árabe.

Después la mazmorra pasó a ser una habitación del piso donde vivimos casi siete años en 24/7. Donde los suspiros, sollozos, lamentos y quejidos eran del placer del dolor y donde cada marca en su piel llevaba un excesivo tacto y delicadeza producida por una química sentimental y por una simbiosis de entrega difícil de expresar ya que Helena fue educada y disciplinada a mi imagen y semejanza donde saber andar y respirar formaban parte rítmica de mis latidos como Señor, Tutor y Amo; como un diamante en bruto al que tallé y pulí en forma de brillante.

Me quise casar con Helena y tener una familia pero ella estaba pensando en su carrera universitaria ya que era licenciada en empresariales y hablaba tres idiomas. Un puesto laboral de directora contable en una multinacional junto a 2600 euros al mes le esperaban en otra ciudad y decidí por ella dándole libertad. Desde su ausencia ha pasado más de dos años y medio pero su recuerdo sigue vivo en mi como si se hubiera llevado Helena ,quizá, mi prodigiosa mano izquierda y cuando me siento al piano y dibujo una trascripción de lo que siento, me aferro al tiempo pasado en la medida de poder congelarlo y no salir de él, donde Helena y la sumisa que llevaba dentro formaban parte de mi: Dos personas en un mismo ser, sintiendo como si dos estrellas se rozan un segundo en el firmamento y tratan de reencontrarse toda la eternidad en el abismo del infinito de la constelación de su propio nombre: Helena.

El broche en cuestión pasó a formar parte de mis objetos más preciados por el valor sentimental que supuso y cuando lo blandía entre mis manos, a pesar de ser verdaderamente feo, no dejaba por ello de pensar en Helena. Un día por casualidad o por, simplemente, ese capricho del destino que nos pone cosas en nuestro camino y nos da cal o arena y sal o azúcar, pregunté a un amigo joyero gemólogo que me dejó sorprendido cuando me dijo que el broche era de oro con brillantes por valor de más de quince mil euros. Mi verdadero asombro fue cuando comprendí que ese jeque, en verdad, era un auténtico Aladino y aunque Helena me dejó huérfano desde entonces nunca le dije ni una palabra sobre el valor del broche, ¿alguien se lo hubiera dicho?.

{Rey}